CAPÍTULO 13 – El universo en tus ojos

El universo que construimos entre nosotras parecía no tener fin, pero se acercaba el amanecer y, con él, la hora de despedirnos. Con eso en mente, nos mantuvimos despiertas, inmersas en la magia, todo el tiempo que pudimos. Cuando eventualmente me ganó el cansancio, fue ahí, entre tus brazos. Dormí poco, y tan bien que no tuve tiempo de soñar. Todos mis sueños se habían cumplido ya.

En la mañana, el sol nos recordó que nos habíamos quedado dormidas con las cortinas abiertas. El cielo amaneció contento y despejado, y tú y yo, amanecimos desnudas. Verte así, con la luz cristalina iluminando tus pecas y todos los caminos que había recorrido la noche anterior, transformó el amanecer, lo hizo sentir como el mejor momento del día. Abriste los ojos, y me miraste con una sonrisa. Todo era perfecto.

—¿Viste mi pantalón? —preguntaste, bajito. Yo me reí.

Recolectamos nuestra ropa, que estaba tirada por toda la habitación, y nos vestimos rápidamente.

—¿Cómo le hacemos? —murmuré, consciente de que no podíamos hacer mucho ruido.

No se escuchaba música de fiesta ni alboroto en la alberca, pero sí alcanzamos a escuchar que algunos de tus amigos seguían despiertos, platicando. Tuve la sensación de que todos quisimos estirar el tiempo, que ese fin de semana durara unos 18 días.

—Abre, igual ya estamos vestidas. —respondiste en el mismo volumen. Asentí.

Giré la perilla de la puerta, intentando ahogar con mi mano el sonido del seguro levantándose, y la abrí de par en par, lo más silenciosamente posible. Después, volví a la cama, dejando una distancia modesta entre nuestros cuerpos.

Así, completamente vestidas, acostadas lejos una de la otra, con la puerta totalmente abierta, fingimos que nada había sucedido. Según nosotras, si  alguien llegaba a entrar, al ver la distancia no podría sospechar de la magia que habíamos hecho toda la noche. Quise reírme, vi que sentías lo mismo, pero logramos contenernos.

Te observé tomar tu celular y alzarlo por encima de tu cara para distraerte, mantenerte despierta con algún chisme de redes sociales, pero en pocos minutos tus parpadeos se alargaron,  cada vez más pesados, y tus brazos se relajaron, hasta dejar tu teléfono reposar sobre tu pecho, subiendo y bajando lentamente con tu respiración.

Apartar la vista se volvió imposible. Te enmarcaba el sol tenue que se colaba por la ventana, y las jacarandas que bailaban suavemente con el roce del viento detrás del cristal creaban sombras sobre tus hombros, tus mejillas.

«¿Dónde firmo para que todas mis mañanas sean así?», pensé mientras guardaba la escena en mi memoria, en el apartado de tesoros.

Estiré mi mano y mi corazón para alcanzar a acariciarte el cabello, y unos segundos después me quedé dormida también.

Nos despertó un golpeteo en la puerta de la suite, seguido de dos voces a través de la ventana.

—Buenos díaaaas, —a coro, casi cantado, nos hizo levantarnos de la cama y sacudirnos el sueño.

—¿Les abres? Voy al baño. —Murmuré. Asentiste, y te dirigiste a la puerta, entablando una conversación con Tania y Carolina incluso antes de verlas.

—¿Qué onda? Pensé que todos estábamos dormidos ahorita — dijiste, cubriendo un bostezo con tu mano. Yo me dirigí con sigilo al lavabo y busqué mi cepillo de dientes en mi maleta.

—Nosotras no hemos dormido nada — respondió Carolina con una sonrisa.

—Vamos a ir por desayuno y queríamos saber qué quieren ustedes — añadió Tania.

—¿Qué estará bueno? — preguntaste, más para ti misma que para ellas.

Me arreglé un poco el cabello frente al espejo y salí de la habitación para unirme a la conversación. Carolina, al verme salir del mismo sitio que habías salido tú, sonrió enormemente, las cejas enarcadas en una clara expresión de «sé perfectamente lo que está pasando aquí.» Pretendí no darme cuenta.

—Buenos días, ¿a dónde van por desayuno o qué onda? — pregunté

—Hay una fondita aquí cerca, nos la recomendaron mucho.

—Según los que fueron ayer, hay varias cosas de desayuno: Chilaquiles, huevitos, sandwiches, quesadillas, molletes — agregó Carolina una vez que me quitó la mirada de encima, pero la sonrisa seguía presente.

—¡Chilaquiles! —dijiste, sonando más despierta— Con salsa verde y pollo, por favorcito.

—Chilaquiles suena excelente. Si puede ser con una salsa picante, mejor — concluí sonriendo

—Perfecto, entonces ahorita las vemos — dijo Carolina, antes de tomar a Tania del brazo, darse la media vuelta y dirigirse al piso de abajo.

Nos quedamos tú y yo solas de nuevo, de pie entre la cocineta y la sala de la suite. Te sonreí. Sin hablar, nos abrazamos para respirarnos cerca.

—¿Viste la cara que hizo Carolina cuando me vio? — te pregunté cuando nos soltamos.

—Sí… ¿crees que se lo imagine? — respondiste, mordisqueando tu labio inferior en un claro gesto de incomodidad.

—Lo que creo es que fue bastante obvio —dije, y, para tratar de aligerar el momento y hacerte reír, añadí, — ¿Ups?

Nos sentamos en la sala, viendo la silueta de Cynthia acercarse por la ventana de la entrada, con sus gafas oscuras que indicaban que había pasado toda la noche despierta también. Traía su guitarra en la mano y tú se la pediste con un gesto.

— ¡Buenos días! — exclamó tratando de ocultar su cansancio.

Tomaste la guitarra entre tus brazos, recargaste la cabeza en su cuerpo y comenzaste a tocar y murmurar alguna canción que no reconocí. Suspiré. Aún hoy, verte tras una guitarra me mueve emociones escondidas en cada rincón de mi alma.

Cynthia se sentó a mi lado y echó el cuerpo y la cabeza hacia atrás.

— ¿Tú de aquí te vas a Veracruz, verdad? — me preguntó sin abrir los ojos.

— Sí, pues ya aprovechando que andamos hasta acá, voy a ver a mis papás — respondí en voz baja, para no interrumpir la canción que estudiabas.

— ¿Y a qué hora sale tu bus?

— No he comprado boleto, pero creo que salen cada media hora, no hay prisa — dije con toda la calma del mundo.

Tapaste con tu mano las cuerdas de la guitarra, nos pediste silencio e hiciste un gesto de concentración.

— Está vibrando un celular, escuchen — ordenaste.

Cynthia y yo nos concentramos para escuchar y, efectivamente, había un celular vibrando en la habitación, que seguramente era el mío. Tendía a dejarlo en cualquier lado, nunca me acostumbré a traerlo encima todo el tiempo.

Me levanté a buscarlo y, cuando lo encontré, me cambió la cara.

Tenía ocho llamadas perdidas y dos mensajes de Dalia.

«Quería decírtelo por llamada, pero bueno, supongo que estás ocupada»

«Logré desocupar mi agenda por un par de días. Estoy en un bus camino a Veracruz, llego a las 12. ¡Allá te veo! :)»

—Olvida lo que dije antes, ahora sí tengo prisa, tengo que irme en 30min — le dije a Cynthia

—¿Por?— preguntó. Sentí tu mirada, atenta a mis palabras.

—Dalia va para Veracruz, llega a las 12 — respondí, y no alcancé a ver tu reacción, porque Carolina y Tania cruzaron la puerta en ese momento, anunciando que el desayuno había llegado, y nos repartieron a cada quien un contenedor desechable con nuestro pedido.

— ¡Provechito! — dijo Tania con un entusiasmo que desentonó en el ambiente

— ¿Qué pasó, por qué tan serias? — preguntó Carolina

— Anya tiene que irse ya —  respondiste, tu tono desprovisto de emoción.

— ¿A dónde, a Ciudad de México? — preguntó Tania.

— ¡No! A la central de autobuses. Voy para Veracruz — respondí antes de dar el primer bocado a mis chilaquiles.

Todas, excepto Tania, comimos con prisa, como si no hubiéramos comido en días, y soltábamos de vez en cuando un gesto de disfrute o un piropo a los chilaquiles. Tania, en cambio, era de esas personas que hacen todo con paciencia, hasta comer. Mientras masticaba lentamente, revisaba con atención algo en su celular, y cuando terminó su desayuno me hizo una propuesta.

— Podemos llevarte a Veracruz. Es una hora y veinte de camino, ya chequé — dijo, mostrándome su celular con el mapa abierto.

Las demás nos quedamos serias por un momento, analizando la propuesta.

— ¿Segura? No has dormido nada — interviniste.

— No tengo sueño, ando al 100 — aseguró Tania con su típica sonrisa serena, convenciéndonos a todas de que sus palabras eran ciertas.

— Vámonos, está cerquita — añadió Carolina, como respondiendo a mi gesto de incredulidad.

Te miré, y pude ver una sonrisa oculta en tus ojos. Esa mirada de complicidad fue suficiente para aceptar.

—Wow, pues… si están seguras, por mí está genial — dije, con una sonrisa que iba más allá del agradecimiento. — Voy a terminar rápidamente mi maleta — agregué.

Una vez en la habitación, recordé que estaba usando la misma ropa que el día anterior.

"No puedo ver a Dalia sin antes bañarme", pensé. Y la culpa me dio un golpe que casi me tira al suelo.

Me metí a la ducha y me bañé tan rápido como pude. Salí casi corriendo a terminar de guardar mis cosas en la maleta.

— Bueno, que les vaya muy bien, yo me voy a dormir — anunció Cynthia mientras caminaba hacia la habitación, arrastrando los pies.

— Gracias por acompañarme —me despedí dándole un beso en la mejilla— Nos vemos en unos días en México.

Tania tomó el lugar del conductor y Carolina el de copiloto. Tú y yo nos acomodamos en la parte de atrás del auto y, tan pronto como comenzamos a avanzar, recostaste tu cabeza sobre mis piernas. Te giraste para verme y no me quitaste la mirada de encima en todo el viaje.

A las dos se nos escapaba la intimidad por los ojos. El magnetismo que nos había unido se hizo tangible, acaparó el aire y se posó sobre nuestros cuerpos. Quise anclarme en tus ojos pero naufragué en ellos. Había un mar escondido, inexplorado ahí dentro. Me zambullí, me sumergí y de pronto aparecí en otro planeta; no era un mar sino un universo entero. Deseé ser quien explorara todos tus mundos.

Nuestras manos estaban entrelazadas. Tus dedos sujetaban firmemente los míos y tu pulgar acariciaba mi palma. Además de tu mirada, tu gesto en general denotaba una gran concentración. No dudé que quisieras decirme algo para lo que no tenías las palabras correctas. Mi corazón pareció entenderlo todo porque daba saltos de emoción.

Tania y Carolina mantenían una conversación entre ellas, dándonos nuestro espacio, y yo sólo escuchaba dos voces lejanas murmurando en un idioma extraño, distinto al de mi nuevo planeta de residencia en el universo de tus ojos.

— Listo, estamos en la central de la ciudad y puerto de Veracruz, está usted servida — dijo Tania mientras me quitabas el hechizo de tu mirada.

Te incorporaste. Yo suspiré, sintiendo tu retirada como una pérdida, y miré alrededor intentando reconocer el planeta Tierra nuevamente.

— Creo que puedes estacionarte por aquí — sugerí mientras señalaba un espacio libre.

Sentí vibrar mi celular. El nombre de Dalia brillaba en la pantalla de llamada entrante.

— ¿Bueno? — respondí.

— ¡Vaya! hasta que me contestas. Ya llegué, guapita. ¿Qué plan, dónde te veo? — me preguntó apurada.

— Acabo de llegar yo también. Te veo frente al Subway. Está saliendo a la izquierda. — le expliqué.

— ¡Órale! ¿viniste por mí a la central? ¡Genial! Salgo en un par de minutos — me dejó escuchar su emoción.

La culpa no me permitió sonreír. Te vi notar mi incomodidad y aprecié la caricia que me hiciste en el rostro. No tuve dificultad en encontrar una sonrisa para ti.

— Carolina, voy a necesitar que lleguemos agarradas de la mano, ¿jalas? — dijiste con un tono entre divertido y preocupado.

— Claro que sí. Hoy somos novias si quieres — respondió a través de una carcajada.

Nos bajamos todas del auto y caminamos hacia el Subway. Yo primero, Tania después, y al final tú, de la mano de Carolina.

— ¡Hola! — dijo Dalia casi gritando en cuanto me vio. Se le descompuso el gesto cuando te vio a ti.

— ¡Hola! — le respondí con la voz más alegre que pude fingir — ella es Tania, ya conocías a Mariana, y ella es Carolina.

Se escuchó un «qué onda» a destiempo y desganado.

— Muchas gracias por el ride, espero verlas a todas pronto — agradecí, acercándome a despedirme de cada una con un abrazo.

Te vi alejarte, aún de la mano de Carolina y sufrí pensando en cuánto tiempo pasaría hasta que pudiera perderme en el universo de tus ojos de nuevo.

— ¿Por qué hicieron eso si es obvio que no están juntas? — preguntó Dalia con cara de desconcierto.

— ¿Eh? — le respondí con una voz pequeñita que se ahogó en el nudo que se me hizo en la garganta.

— Mariana y …¿Carolina? ¿por qué estaba fingiendo? — siguió indagando.

— Ah, quién sabe, están loquitas — respondí casi sin aire e intenté cambiar el tema rápidamente — ¿Cómo estuvo el viaje?

Me respondió, lanzándose a contar una historia sobre el señor con el que había platicado todo el camino, y yo traté de sonreír, de asentir en los momentos correctos. En mi pecho, mi corazón latía con fuerza, y cada latido llevaba tu nombre.

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