CAPÍTULO 9 – Amar de verdad

Este capítulo incluye una canción – Escucha hasta el final

Un viaje de Puebla a Ciudad de México jamás había durado tan poco. Sentí que fueron dos minutos y no dos horas; tenía tanto en la cabeza. Me daba vueltas tu perfume, tus caricias en mis mejillas, tus ojos de universo. Acaparabas el 200% de mi ser, sentí que necesitaba crecer para albergarte toda, así que me volví lo más grande que pude. Absorbí el mundo en cada inspiración.

Al bajarme del bus me di cuenta de que venía casi vacío, ¡qué suerte! de otro modo no habría cabido esa nueva versión gigante de mí.

No había dormido nada y no tenía sueño, estaba ansiosa por vivir y disfrutar una vida de la que tú formaras parte. Decidí enviarte un mensaje antes de entrar a la estación del metro, porque sabía que allá abajo no tendría señal. Quería expresarte todo lo que sentía pero sin sonar demasiado intensa.

— Ay, Mariana. Y ahora, ¿qué vamos a hacer con todo esto?

Esas fueron las palabras que, cuidadosamente, elegí. Me recargué en la pared de la entrada, con una energía que crecía desde mi estómago, tan intensa que no pude evitar reírme, ahí parada en las escaleras del metro a las 8 am, llena de ti.  Mi celular vibró, y lo desbloqueé de inmediato.

— ¿Con todo qué?

Sentí que se me fue el piso. Volví a leer el mensaje que te había escrito, y me di cuenta de un error: estaba dando por hecho que lo que sentía era mutuo. De pronto, me cayó el peso de todo el cansancio de la noche, el peso del mundo, sobre los hombros. Con las manos temblorosas, escribí.

— Pues… esto que siento.

Tuve cuidado de no usar el plural. Tuve miedo de tu respuesta.

Vi la burbuja que indicaba que estabas escribiendo, y la vi desaparecer y reaparecer un par de veces, como si no estuvieras segura de lo que querías decir. Finalmente, enviaste solo un par de líneas.

— Yo no tengo nada que ofrecer, Anya. No estoy buscando una relación.

El miedo se convirtió en un lobo. Me golpeó el estómago y después me arrancó el corazón de una mordida. Me quedé sin palabras.

— Oh. —Respondí.

— Ya veo. —Respondí.

Fue lo único que pude decir.

Bajé las escaleras y me adentré en los túneles, sin importarme si me quedaba sin señal, sin celular, sin voz. A fin de cuentas, el lobo se había llevado mi corazón, y de nada sirve un cuerpo sin motor. Me dejé caer sobre un asiento en un rincón lejos de los demás pasajeros, vacía, con la mirada clavada en la nada. La montaña rusa de emociones de ese fin de semana y su velocidad vertiginosas se habían detenido de golpe, el vagón parecía moverse muy lento.

Llevaba la mente pintada de negro, los ojos apagados y el cuerpo sin fuerza, como pendiendo de un hilo. No sabía cómo debía sentirme. Estaba decepcionada, pero no de ti, sino de mí; había sabido desde el primer momento que algún día caería desde muy alto, y aún así te busqué, te invité a entrar. Te besé.

Intenté concentrarme en mi respiración para calmar mi mente.

«Inhala… exhala. Inhala… exhala.»

Se abrieron las puertas del vagón en mi estación de destino y súbitamente recordé por qué había tomado el bus de las seis: Tenía una cita a las nueve para cerrar un trato importante con el que comenzaría a construir una de las aventuras de negocio que tenía planeadas para mi futuro. Con Dalia.

En ese instante, los conceptos Dalia y mi futuro parecían completamente desarticulados, no combinaban, o cuando menos no del modo que estábamos comenzando a explorar. De cualquier manera, ese proyecto ya estaba en movimiento y frenarlo no era una opción.

Me deslicé por Insurgentes varias cuadras, caminando rápido, aún con la mente en negro, intentando concentrar toda mi atención en los cruces peatonales, en los semáforos y en que no me atropellaran.

Llegué justo a tiempo a la cita en la oficina oscura del dueño del edificio, y me entregó las llaves del local que había escogido rentar. Terminé de firmar los contratos que ya había leído cuidadosamente y cerramos el trato con un apretón de manos.

No podía pensar. Me límite a dar un paso, y luego el siguiente, y luego el siguiente. Cuando llegué a la planta baja del edificio, vi el anuncio de un restaurante de comida rápida. Entré. Un paso, luego otro. Pedí una malteada de fresa. Dejé las llaves sobre la mesa, las observé largo rato. Me costaba trabajo tocarlas, quizá porque en realidad no estaba lista para dar ese paso, una parte de mí esperaba que esas llaves no fueran reales, y al tocarlas entendía su dimensión.

“No estás pensando claramente porque no has dormido, Anya. Estas llaves son el inicio de un sueño, disfrútalo” me dije.

Intenté disfrutarlo, pero cualquier sueño que no fueras tú me sabía a condena. Lo único que conseguí fue dejarme llevar, convertí en mantra lo que había surgido tras aquel dolor. Di un paso, y luego el siguiente, me convertí en un fantasma que contemplaba el pasar de los días fuera de su cuerpo.

Dalia era lo contrario. Cada día que nos sentábamos juntas en el local que habíamos rentado, llegaba con emoción, con una energía por el nuevo proyecto que era tan exuberante que se desbordaba sobre mí, me mantenía trabajando y dando lo mejor que podía a nivel mecánico: mi cuerpo era una máquina de trabajo, y mi alma estaba por algún otro lado vagando, sanando el dolor que el lobo me había causado.

No podía evitar ver a Dalia con pena, aunque me esforzaba por ocultarlo. El cariño que le tenía era enorme, cultivado durante siete años de amistad, y tenía absolutamente claro que ella no merecía estar ilusionada conmigo mientras yo pensaba en ti. Aunque en realidad ya no entendía si estaba pensando en ti o en el lobo.

Ella me veía como la persona más importante en su mundo. En muchas ocasiones quise robarle los ojos, verme como ella me veía. Me sentía tan vacía y tan pequeña, pero para ella siempre fui grande y poderosa, y eso me ayudó a no tocar fondo. Poco a poco, fui reponiéndome. Pasó una semana, y después otra. De pronto ya habían pasado diez días desde nuestros besos. Mantenerme ocupada ayudaba mucho. Mantenerme alejada de la guitarra y de las libretas ayudaba más. Era más fácil no abrirle paso a las emociones, era más fácil dar un paso tras otro.

Quizá habría sido más sencillo si hubiéramos cortado comunicación después de esa plática por mensajes en el Metro, cuando vino el lobo, pero lo cierto es que no fue así. Seguiste escribiéndome y yo, incapaz de evitarlo, seguí respondiendo. Hablábamos como amigas, sin coqueteos y yo me mantuve fría. No habría podido involucrarme aunque hubiera querido, a fin de cuentas, mi alma andaba lejos de mi cuerpo.

Hasta el día que recibí ese mensaje.

— Me presento en Orizaba en tres semanas. Si quieres podemos compartir el escenario.— me dijiste

Sentí que el alma volvió a mi cuerpo. Por primera vez en días, me sentí presente cuando te respondí que me encantaría. En realidad, yo quería compartir mucho más que el escenario, pero podía conformarme. Verte de nuevo, pero mantener distancia y mantener mi corazón a salvo del lobo sonaba a buen plan.

Aunque faltaban 20 días para el viaje comencé a estudiar mis canciones, y, con mi guitarra en la mano, esos pensamientos que había estado evitando se abrieron camino. Nació una canción que recuperó mi corazón de las fauces del lobo y que, aunque yo no lo sabía en ese momento, volvería a entregárselo cada vez que la cantara. Se necesita ser un poco masoquista para inmortalizar en forma de canción un momento tan profundamente doloroso.

Esa vez decidí no enviártela, pero mis emociones ya estaban de nuevo a flor de piel y no pude evitar una confrontación.

— No entiendo por qué me sigues buscando si ya dejaste claro que no quieres nada, y que no tienes nada que ofrecer. Y tampoco entiendo por qué sigo aquí, de tu tonta.

No respondiste. Ni en ese momento, ni en los 19 días siguientes.

Pero esta vez no me fui. Tenía mi canción.

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