CAPÍTULO 8 – La luna

—Ya dame un beso.

— ¡¿Es neta?! ¿Justo cuando nos vamos se te ocurre decirme esto?

— Estuve buscando el momento todo el día —Confesé. No lo había logrado en el momento adecuado, y cargaba ese pesar en el pecho. No sabía qué hacer, qué decir para regresar el tiempo.

“¿Dónde te alcanzo?”

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Silencio

(Mariana está escribiendo un mensaje)

Silencio

“¿Cómo le hacemos?”

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Silencio

Parecía una batalla perdida más. No logré hilar una frase elocuente y preferí callar.

Levanté la vista y ahí estabas, todavía, mirándome con tristeza. Agitaste la mano en señal de despedida y te subiste el auto. Hice lo mismo mientras percibía en mi boca un sabor a derrota. El taxi arrancó y el motor revolucionando se burló de mi cobardía.

Cynthia decidió que pasaríamos a cenar antes de llegar al depa de Renata e intentó darme ánimos mientras se comía una orden de tacos al pastor.

— Todavía no termina la noche, todo puede pasar — dijo, dando un trago escandaloso al Boing de guayaba.

Me desquiciaba un poco su optimismo, pero lo necesitaba para sobrevivir, así que le seguí el juego.

— Pues tienes razón. ¿Le mando mensaje? Le puedo escribir que venga, a ver qué me dice.

—¡Sí! Escríbele. El ‘no’ ya lo tienes. ¿Qué tienes que perder?

Mi corazón.

Pensé en nuestro abrazo de esa mañana, en tu cabello, tu sonrisa. Mi corazón era un precio que estaba dispuesta a pagar.

Aún así, dudé.

— Ay, no sé. —Estiré la mano hacia el plato y robé una mordida de su taco. —Igual no quiero chingar, ¿sabes? Seguro anda súper cansada del show y de tanto viaje.

— Wey, si no lo intentas no vas a quitar esa cara de perro regañado en toda la noche y no la soporto —levantó la ceja y, tras ver que, efectivamente, no se me quitaba la expresión de derrota, soltó una carcajada. —Mira, la neta es obvio que le gustas. Ya escríbele. Joven, ¿me regala un limón? —añadió dirigiéndose al mesero.

Clavé la mirada en la mesa de madera y rasqué con una uña las iniciales que alguien más, en algún momento de cariño profundo, había tallado ahí. Tracé una M con la punta de mi dedo.

«El no ya lo tengo», me repetí, y con una respiración profunda desbloqueé mi celular para enviarte el mensaje.

—Me gustas, Mariana, y no me gustaría que terminara otra noche sin haberte dado un beso.

Una oración.

Quise ser clara y firme; a fin de cuentas, todos nuestros problemas residían en que no hablábamos de la atracción que sentíamos, quizá por miedo a volver realidad algo que se percibía tan grande y poderoso; por miedo a abrir una caja de Pandora que luego no pudiéramos controlar.

«Aunque el amor no necesita que lo controlen», pensé, e inmediatamente retrocedí tres pasos en mi mente. «¿Amor? Contrólate tú, Anya, no vayas tan rápido».

Mi celular vibró en mis manos.

—Mándame tu ubicación.

Dejé de respirar.

Tu respuesta me emocionó. Por primera vez, después de tantas vueltas, pude verlo todo más claro, más fácil. Quizá fue porque le dimos nombre a ese magnetismo que nos perseguía. Te había dicho «me gustas», y eso, por fin, había encontrado el camino en lo que, antes, parecía un laberinto imposible entre tú y yo.

Mi pierna no dejó de sacudirse en todo el camino al departamento. Descubrí mi mirada clavada en la luna que brillaba intensamente del otro lado de la ventana del taxi. Es bien sabido que la luna tiene un poder mágico sobre nosotros, y esa noche se veía más mágica de lo normal.

Lo primero que hice tras saludar a Renata fue enviarte la ubicación. La convivencia con ella no me emocionaba particularmente, pero tenía el consuelo de que contaba con Cynthia para entretenerla.

Me senté en la sala, consciente de mi corazón latiendo en mi pecho. Renata me ofreció un vaso de agua, y lo acepté para tener algo qué hacer con mis manos. Se sentó frente a mí y comenzó a hacerme conversación, me preguntó sobre el clima, sobre el trabajo y cualquier otra tontería fácil de olvidar, como buena enemiga del silencio.

No le presté mucha atención, tenía la mente en otro lado. Estaba respondiéndole en piloto automático y esperando que Cynthia se involucrara en la conversación pero, para mi sorpresa, se despidió alegando que le estaba dando migraña y necesitaba acostarse con urgencia.

— Si quieres enciérrate en el cuarto, porque yo me voy a quedar aquí toda la noche estudiando, tengo un examen importante mañana, y pues para no hacerte ruido. — le ofreció amablemente Renata.

Eso significaba que no tenía planes de irse de la sala. Eso significaba que de nuevo no estaríamos a solas, que las cosas no se estaban poniendo más fáciles para nosotras. Mi mente comenzaba a correr buscando una solución, cuando tocaste el timbre.

Una sonrisa adolescente se apoderó de mi cara, y, antes de que Renata pudiera moverse de su lugar, me levanté del asiento para ir a buscarte. Bajé las escaleras del edificio a toda velocidad, olvidando por un momento los nuevos contratiempos. Abrí la pesada puerta de la calle y te hice pasar, recibiéndote con un abrazo, de esos temblorosos que nos encantaba darnos.

En cuanto llegamos a la sala, Renata comenzó la misma conversación que había tenido conmigo, pero ahora contigo. Tú eras mucho más conversadora que yo, así que esa plática fluyó más adecuadamente.

— ¿Y qué onda con Laura? ¿Sigues con ella? — te preguntó con la mirada fija en tus ojos.

— Uh, no. Hace rato que ya nada — dijiste ambiguamente mientras desviabas la mirada.

Ya era tarde, más de las 3:00am, y Renata comenzaba a ceder al sueño. Se recostó en el mismo sillón donde estaba sentada, porque tenía la intención de «dormir una siesta rápida» y seguir estudiando. Diez minutos después estaba durmiendo profundamente, y roncando.

Se hizo silencio entre nosotras dos. Me pasaron mil inicios de conversación por la mente, pero cuando te vi a los ojos, no logré articular ninguno.

Me sonreíste y, despacito, tomaste mi mano, trazaste figuras en el dorso con la punta de tus dedos. Me robaste el aliento. Acerqué mi otra mano a tu rostro, y acaricié tus cejas, tus pómulos, las pecas sobre tu nariz.

El momento se expandió, se volvió infinito.

Sin soltar mi mano, comenzaste a acomodarte en el sillón; te hice espacio para que te acostaras y enseguida me hiciste una seña para que me recostara sobre tu hombro izquierdo. Te giraste un poco para verme a los ojos y acariciar suavemente mis mejillas. El roce tibio de tus manos me provocó una tranquilidad inexplicable.

Sentí tu pecho elevarse nerviosamente con tu respiración. El tiempo estaba detenido y todo se sentía perfecto.

Pusiste tu pulgar en mi barbilla y acercaste mi cara a la tuya.

Me besaste.

Cada paso y cada tropiezo que nos habían llevado hasta ahí, cobraron sentido. Todos habían sido necesarios para llegar a probar ese cachito de cielo, para llegar al momento en el que tus labios de algodón me hicieran volar. Las estrellas definitivamente estaban alineadas con nuestros corazones.

Hasta los ronquidos de Renata sonaban a música. Pensé que nada podría sacarme de esa ensoñación, hasta que un pensamiento se me infiltró en la sien: «Dalia. Le estás siendo infiel a Dalia. No es justo.»

Dalia. Mi amiga, mi quizás algo más de la Ciudad de México.

— No debería estar haciendo esto — te dije avergonzada, escondí la cara en tu pecho.

Me alzaste la barbilla para que notara tu expresión de «No entiendo nada».

— Tengo novia… o algo así — agregué y me volví a esconder en tu pecho.

— No pasa nada, esto mañana se te olvida — murmuraste, buscando mis labios una vez más.

— ¡Cómo que se me olvida mañana! ¿Eso soy para ti? — no me sorprendió mi tono lastimero, porque me dolió en el corazón antes que en la voz.

— Ya estamos aquí, Anya. No te estreses. No pienses en eso.

Me dejé llevar y disfruté de los mejores besos que había probado en mi vida. La culpa me punzaba insistentemente la nuca pero intenté no prestarle atención.

A eso de las 4:30, Renata se despertó por el sonido de sus propios ronquidos. Se levantó y balbuceó que iría a acostarse, «pero se quedan en su casa». Se tambaleó hasta que encontró el equilibrio y desapareció por el pasillo.

Nos miramos con complicidad y nos reímos un poco de Renata por hablar y caminar dormida; nos acomodamos mejor en los sillones. Sin ella teníamos un poco más de espacio, y pude recostarme en tu pecho, pasar mis manos por tu nuca y tu cabello.

Estuvimos tan ocupadas saboreándonos los besos, haciendo realidad todo eso con lo que habíamos soñado por años, que hablamos muy poco. Nuestros cuerpos, sin embargo, conversaron fluidamente. Sentir el contraste de tu respiración agitada y frenética con la suavidad de tus labios me tenía fascinada.

El tiempo se estiró, y luego corrió, para luego estirarse nuevamente. Volteé a la ventana y vi que el cielo comenzaba a aclararse lentamente, devolviéndome de golpe a la realidad.

— ¿Qué hora es? —Pregunté apurada. —Mi bus sale a las seis.

— 5:28, ¿alcanzas a llegar?

Pronuncié algunas maldiciones mientras corría al baño a lavarme un poco la cara, para intentar quitarme los restos de maquillaje del día anterior.

— Puedes quedarte aquí sin problema —te recordé.

— No te apures, ya pedí el Uber, no tarda en llegar — dijiste mientras me mostrabas el trayecto del conductor en la app de tu celular.

Salimos del edificio juntas, apuradas y nos despedimos en la banqueta con un abrazo largo y un suspiro. Nos subimos cada una a un Uber distinto y sentí que me arrancaban una cinta adhesiva del corazón, que se llevaba consigo un poco de mi carne.

Abordé el autobús con el corazón en la garganta y el recuerdo fantasma de tus besos en los labios. Temblorosa, abrí la aplicación de notas en mi celular, tratando de asimilar todo lo que había sucedido de la mejor manera que sabía.

«Que se quede tu perfume impregnado en mí

que el recuerdo de esta noche permanezca intacto

que la luna se conduela y no te deje ir

que no pases ya ni un día lejos de mi lado»

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